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HISTORIA Y LEYENDA

Crusoe Island Lodge

 

Historia de la isla Robinson Crusoe

 

La Isla Robinson Crusoe nació de varias explosiones volcánicas, que luego dieron vida al Archipiélago Juan Fernández, es decir, la Isla Alejandro Selkirk y Santa Clara.

El archipiélago fue descubierto por el marino español Juan Fernández, probablemente entre 1563 y 1574. Oficialmente se da como fecha de su descubrimiento el 22 de noviembre de 1574. En el siglo XVII y XVIII fue usado como guarida de piratas y corsarios como John Cook, John Eaton, Edward Davis y Bartolomé Sharp.

 

 

En 1749 fue construido por los españoles el Fuerte Santa Bárbara en la isla Más a Tierra (Robinson Crusoe), como protección contra los piratas y corsarios. Fue reconstruido en 1974 y declarado Monumento Histórico en 1979. En su momento estaba protegido por 6 fortines con artillería. En 1832, el archipiélago es visitado por Claudio Gay.

 

 

En 1915, durante la Primera Guerra Mundial, el crucero protegido alemán SMS Dresden fue dinamitado por su propia tripulación en la bahía Cumberland, tras esconderse durante meses en el fiordo de Quintupeu y ser perseguido y atacado por los barcos ingleses HMS Orama, HMS Glasgow y HMS Kent. Fue declarado Monumento Histórico en 1985. Se encuentra hundido a 65 metros de profundidad. En el cementerio de San Juan Bautista están enterrados los restos de algunos miembros de su tripulación. El más famoso de sus tripulantes fue el Teniente Wilhelm Canaris, que sería Jefe de la Contrainteligencia alemana (Abwehr), en la Segunda Guerra Mundial.


En 1935 las tres principales islas del archipiélago fueron declaradas Parque Nacional Archipiélago de Juan Fernández con una extensión de aproximadamente 9.967 hectáreas, y declarado en 1977 Reserva Mundial de la Biosfera por la Unesco.


En 2005 la isla Juan Fernández fue noticia internacional debido al anuncio de que el robot georadar TR araña, bautizado como arturito por la prensa, habría encontrado el tesoro de Juan Fernández, supuestamente enterrado alrededor de 1715 por el navegante español Juan Esteban Ubilla y Echeverría, y luego desenterrado y vuelto a enterrar por el marino inglés Cornelius Webb y que consistiría en unos 600 barriles con monedas de oro, avaluado en unos US$ 10 mil millones.


En 1708 fue rescatado el escocés Alejandro Selkirk, luego de vivir en la isla cuatro años, que motivó a Daniel Defoe para escribir la obra "Las Aventuras de Robinson Crusoe".

El tesoro, de ser hallado, contendría entre otras cosas, doce anillos papales, la Llave del Muro de los Lamentos, una de las joyas más famosas de la historia, conocida como la Rosa de los Vientos, e incluso se cuenta que también habría parte de los tesoros del Imperio Inca; así, la leyenda cuenta que allí estaría enterrado el collar de la mujer de Atahualpa.

 

 


 

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La Leyenda de Robinson Crusoe

 

La existencia de Alexander Selkirk en Juan Fernández está rodeada de misterio, de la soledad y del silencio que voluntariamente eligió en los mejores años de su vida para vivir sus horas de ermitaño. El mismo Selkirk contaba que su primera impresión cuando vio alejarse el bote que lo dejaba solo en aquella isla, fue presa del pánico y pedía a gritos a los remeros que volvieran por él, pero ya era tarde.


Al principio, le embargó una melancolía incurable, y en vez de preocuparse de su alimentación, pasaba los días en el morro que hoy se llama "El Mirador de Selkirk". El Solitario contemplaba el ancho e inmenso océano, infinito y eternamente mudo, excepto en las horas de tormenta.


El abandonado, que había elegido por libre albedrío aquella morada, se conformó a su destino y a las necesidades de su nueva existencia y su espíritu se reconfortó en la lectura de la Biblia.

 

Selkirk construyó dos cabañas en el bosque de sándalo, cubriéndolas con junquillo y forrándolas con piel de cabras. Una le servía para dormir, cantando salmos y rezando, mientras cocinaba en la más pequeña. El marinero se hizo cazador, y cuando se agotaron sus escasas provisiones, perseguía a las ágiles cabras a la carrera. Debido al ejercicio continuado se hizo tan veloz, que corría a través de los bosques y las colinas con una rapidez increíble.


Un día, su agilidad le salvó la vida. Perseguía a una cabra, alcanzándola sobre el borde de un precipicio, cuando ráfagas de viento lo botaron, rodando de alto abajo con su presa. Perdió el conocimiento y, vuelto en sí, encontró la cabra muerta bajo su cuerpo. Por el golpe sufrido, tuvo que arrastrarse hasta su cabaña, donde llegó al cabo de diez días.

 

Mató el marinero escocés alrededor de quinientos chivos y marcó a otros en la oreja, según su propia contabilidad. Los pies de Selkirk, acostumbrados a los riscos, se habían encallecido de tal manera, que durante mucho tiempo después de su vuelta a la vida civilizada, rehusó ponerse zapatos.

 

Conforme a la inventiva de Robinson, que es copia fiel del natural, Selkirk domesticaba cabras para su leche, enseñándoles, junto a los gatos, mil maniobras, cantos y bailes, que le servían de grato pasatiempo.
El abandonado ocupaba las horas en grabar su nombre en los árboles, con la fecha de su exilio; pero, hecho extraño, sus mayores precauciones en el aislamiento eran tomadas contra los navíos que iban a turbar aquella soledad.


Cada vez que divisaba un barco hispánico rumbo a la isla, corría a ocultarse a lo más espeso del bosque. Durante su estadía pasaron varios por su costa, y apenas desembarcados, los españoles lo perseguían a balazos. Selkirk se salvaba trepándose a los coposos árboles. Los soldados rondaban largas horas por los alrededores y mataban numerosas cabras bajo sus asustados ojos.

 

El marino escocés - prefería exponerse a morir en esa isla, que caer en manos de los españoles, que lo habrían matado o condenado a trabajo forzado en cautiverio, en la creencia que, por sus conocimientos de esos parajes, podía ayudar a los filibusteros ingleses a alcanzar el Mar del Sur.


Pasó Selkirk de esta manera el verano de 1704 y los años de 1705, 1706, 1707 y 1708. Llevaba un curioso almanaque, escrito con su hacha en la corteza de los árboles. Cuatro años y cuatro meses de soledad, cuando una mañana, al sur a su empinado observatorio marítimo, divisó en el lejano horizonte, una nave que venía del Sur.

 

Al finalizar 1708 doblaba el cabo de Hornos una nueva expedición inglesa, que el 31 de enero de 1709 se encontraba a la vista de la isla Juan Fernández. Unos comerciantes la habían organizado en Bristol al mando del capitán Woodes Rogers, marino poco conocido todavía. Piloto de la expedición fue designado el célebre William Dampier. En Juan Fernández, al divisar una luz cerca de la playa, creyeron encontrar a los navíos franceses contra los cuales debían combatir, o bien que los españoles habían destacado alguna guarnición en la isla.


Estaba la expedición salvadora compuesta de dos buques: EI "Duke" y "La Duchesse", y venía como segundo el navegante Eduard Cook.

 

Poco después, el bote regresó con un hombre vestido de piel de cabras, que parecía más salvaje que los animales.


Alexander Selkirk fue conducido a bordo con resistencia de su parte, que no quería volver a encontrarse con ciertos antiguos conocidos. Sólo cuando le prometieron que lo restituirían a la isla si lo solicitaba, consintió en dejar aquel peñón.

 

Decidido a ocupar su antiguo puesto de contramaestre con el caballeroso Woodes Rogers, Selkirk festejó a sus compatriotas, regalándoles sabrosos asados que comieron con delicia, invitándolos a su choza. El 14 de Febrero de ese mismo año, partieron "El Duke" y "La Duchesse de Juan Fernández, llevando en su cubierta al apesadumbrado solitario, quien, por última vez, se despedía de su amada silueta a medida que el navío se alejaba de la isla.

 

 

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